Al escuchar Anita por primera vez la historia del niño, el perro de guerra y los piratas, se dio cuenta de que era una aventura demasiado extraña.
¿Cómo era posible que un viejo y pobre pastor supiera montar los caballos imperiales y fuera tan hábil en el manejo de la espada?
Lo más misterioso era el comportamiento del perro. Un gigantesco perro moloso… un feroz perro de guerra capaz de enfrentarse y vencer a una partida de piratas armados, amansado por los conjuros que el pastor pronuncia en una lengua extraña.
¿Hablaba latín el anciano? Le escucharon bendecir el cadáver del mercader mientras pronunciaba la frase Et lux perpetua luceat eis. ¿Un mísero pastor bendiciendo?
Sí, es cierto… en la vida nada es como parece.
Anita averiguó la segunda parte de la historia. Conoceremos la azarosa vida del anciano. El niño no marchó a los Pirineos; ingresó en la universidad, estudió y llegó a ser un personaje principal, uno de los preceptores de un niño llamado Jeromín.
De mayor fue uno de sus consejeros, y en su compañía participó en la batalla de Lepanto a bordo de la galera La Reial.
El perro se quedó para siempre en Tarragona. Cuando los soldados salían a combatir a los piratas, lo llevaban consigo. Amigo de todos los niños que lo acariciaban cuando deambulaba por las calles y jugaba con ellos, se convertía en una feroz arma letal con los enemigos.