El Siglo XVI fue muy tempestuoso. Los imperios que estaban pugnando por dominar Europa utilizaban todos los medios a su alcance para desestabilizar a sus contrarios.
Después de muchos siglos de desórdenes, algunos puertos costeros del Norte de África estaban dominados por los señores de la guerra. Dichos personajes daban cobijo y aliento a hordas de piratas que atacaban los buques que navegaban por el mar Mediterráneo y asolaban las poblaciones costeras. Estas poblaciones albergaban a los moriscos que eran expulsados de España y no tenían otro medio de subsistencia que enrolarse como marinos y saquear sus tierras de procedencia.
Los imperios en conflicto emitían las patentes de corso, documentos por los cuales se concedía permiso al patrón de una embarcación para que pudiera salir a hacer el corso contra los vasallos de reinos enemigos, apresar sus embarcaciones, matar sus tripulantes o esclavizarlos, y vender sus pertenencias.
De este modo, muchos piratas vieron oficializada su actividad delictiva y actuaban a menudo como corsarios. Se avituallaban y vendían las mercancías robadas y los cautivos en los puertos del país con el que colaboraban en aquel momento.
El Imperio Otomano y Francia dieron cobertura a los piratas basados en el Norte de África, mientras que el resto de puertos europeos fletaron corsarios con el objetivo de capturar navíos franceses y turcos. La República de Venecia optó por pagar tributos a los principales líderes piratas.
La inseguridad en el Mediterráneo alcanzó tal gravedad que la acción de piratas y corsarios puso en peligro la vida y las haciendas de los habitantes en todas las poblaciones costeras.
Así, el famoso pirata Haradín, más conocido como Barbarroja, saqueó Mahón el año 1535, mató a muchos habitantes y se llevó cautivos a 500 prisioneros, de los cuales jamás se volvió a tener noticia.
El año 1550 fue saqueada Ciutadella por una escuadra turca, y se llevaron cautivos a los 3.452 habitantes que sobrevivieron. La situación llegó a ser tan dramática que la Corona se planteó la posibilidad de abandonar la isla de Menorca ante la imposibilidad de garantizar la vida de sus habitantes.
En todas las poblaciones costeras del Mediterráneo la situación resultó parecida, hasta el punto que muchos pueblos fueron abandonados y el tráfico entre Barcelona y Valencia quedó interrumpido con frecuencia debido al ataque de las partidas de piratas que deambulaban por los bosques. La economía de muchas comarcas se resintió gravemente y el tráfico marítimo fue obstaculizado casi por completo.
Los núcleos habitados se fortificaron, y en los puntos singulares de la costa se edificaron torres vigía, que a la menor sospecha ponían en situación de alarma a los municipios próximos.
Todo pareció terminar cuando la Santa Alianza se enfrentó y venció al poder turco en la batalla de Lepanto, pero a los pocos años el fenómeno de la piratería se reprodujo, hasta su eliminación definitiva a comienzos del Siglo XIX.